Estaba el otro día oyendo la radio mientras me recortaba la barba; y
en ésas salieron unos políticos de ambos sexos
criticándose unos a otros con el automático puesto; con esa
vileza extrema y suicida que en este país miserable es marca de la casa,
despreciando cuanto los otros hacen o dicen, negándoles cualquier logro,
cualquier buena voluntad, cualquier acierto en sus gestiones pasadas, presentes
o futuras. Algo bueno habrán hecho unos u otros, me dije, pese a todo lo
evidente y malo, que a estas alturas del desparrame general nadie discute.
Algún rinconcito luminoso habrá en la gestión del
adversario, supongo. Algo que salvar, que alabar. Algo bueno que reconocer.
Pero no. Ambos discursos eran idénticos: una sucesión de lo
mismo, hasta el punto de que cualquier oyente ingenuo, desinformado sobre la
calaña de unos y otros, creería al escuchar a éste o a
aquél, según a quién, que el del otro bando encarnaba la
maldad pura y simple. Que su actividad política estaba encaminada,
exclusivamente, a hundir a España y dar por saco al personal.
Así, sin más. Por simple gusto. Por la cara.
Me acordé entonces del Incidente Charlie Brown. Y de lo saludable que
sería leer Historia, o simplemente leer, para la infame, navajera, burda
y poco ilustrada clase política española. La de referencias
útiles que podrían obtener. Incluso éticas, si se pusieran
a ello. Modelos morales de comportamiento público -porque luego, en
privado, compartiendo negocio, los veo besarse en la boca hasta con lengua- que
nos irían muy bien a todos. Y el conocido por Incidente Charlie Brown,
como digo, es uno de esos modelos. Ocurrió en una guerra mundial, la
segunda, que fue una de las más atroces vividas por la Humanidad. Y sin
embargo, ahí está. Para quien quiera sacar conclusiones
útiles. Para quien crea que el ser humano puede ser honorable incluso
desde bandos opuestos, en un mundo atroz y ensangrentado.
El 20 de diciembre de 1943, el B-17 norteamericano Ye Olde Pub,
pilotado por el segundo teniente Charlie L. Brown, muy averiado tras una
misión de bombardeo sobre Bremen, intentaba en solitario regresar a su
base en Inglaterra, con el artillero de cola muerto y seis tripulantes heridos,
incluido el piloto. Sólo tres hombres a bordo quedaban sanos. El
avión volaba a duras penas dejando una estela de humo, con un motor
parado y otro dañado, el plexiglás de la cabina roto, el
timón de dirección partido y los sistemas hidráulicos y
eléctricos fuera de servicio. Sus tripulantes estaban seguros de que
nunca llegarían a Inglaterra.
Todavía sobre territorio alemán, el bombardero fue detectado
por el piloto de la Luftwaffe Franz Stigler, de 26 años de edad, que en
ese momento tenía 22 derribos en su haber, y sólo necesitaba uno
más para ganar la Cruz de Caballero. A los mandos de su Messerschmitt
Bf-109, Stigler se acercó al avión enemigo, dispuesto a
derribarlo, pero comprobó con sorpresa que desde él nadie le
disparaba. Que el B-17, acribillado de metralla antiaérea, seguía
su renqueante vuelo hacia la costa, que en la destrozada torreta de cola el
artillero estaba muerto, y que a través del plexiglás roto se
veía a los tripulantes heridos, ateridos de frío, intentando
socorrerse unos a otros. Entonces, situándose junto a la cabina destrozada
del aparato enemigo, Stigler se encontró con el rostro del piloto
americano herido que lo miraba. «Para mí, dispararles en ese momento
-confesaría 40 años más tarde- habría sido como
hacerlo mientras saltaban en paracaídas». Así que tomó una
decisión: situándose a su lado, muy cerca de él para que
las baterías antiaéreas alemanas no lo atacaran, Stigler
acompañó al enemigo vencido, escoltándolo hasta la costa,
y allí alzó la mano en un saludo, dio media vuelta y
regresó a su base. Nunca contó la historia a sus jefes, porque lo
habrían fusilado.
Charlie Brown pudo llevar su avión hasta Inglaterra. Y allí
le prohibieron dar publicidad a un incidente que revelaba la humanidad de un
enemigo que volaba con la esvástica nazi pintada en el timón de
cola. Tardó mucho tiempo en hablar de ello, pero al fin empezó a
investigar. Habrían de pasar 40 años hasta que Brown diese con el
hombre que salvó su vida y la de sus compañeros. Tras muchas
pesquisas, recibió al fin una carta desde Canadá con un breve
texto:«Yo era él». Se encontraron, fueron amigos el resto de su
vida y murieron ancianos, como si el Destino los tuviera vinculados desde aquel
día lejano, en 2008, con sólo unos meses de diferencia. En ambas
esquelas mortuorias, Stigler y Brown fueron mencionados como «hermano especial»
del otro.
XL Semanal - 26/05/2014